Hace más de tres años que el viejo José Luis Sampedro se nos fue. El que proclamara, no el derecho a la vida, sino el deber de vivirla, aquél a quien no le importaba tanto para qué vivir sino para quién, murió aprendiendo a vivir (pero satisfecho por haberlo intentado). Sampedro se fue quizá con una sonrisa de gozo en los labios, la que quedó grabada para la eternidad en el famoso sarcófago etrusco:
Otro viejo entrañable quedó extasiado precisamente ante esta sonrisa petrificada del sarcófago de los esposos de la Villa Giulia. Se trata del que salió de la pluma de Sampedro y es el protagonista de La Sonrisa Etrusca, un hombre solo y enfermo que se ve trasladado por su hijo a una ciudad y casa ajena, y que sin embargo logrará ir rehaciendo su vida, entre otras cosas, por amor a su recién conocido nieto. Hemos releído esta gran novela y queremos compartir algunas reflexiones sobre el envejecimiento. Nos permitiremos tornar la ficción en realidad por cuanto describe situaciones, personas y afectos conocidos. Así la experiencia del viejo Bruno puede servirnos como paradigma que ilustra muchos de los principios que desde nuestra asociación defendemos y pretendemos divulgar:
Destruyendo estereotipos. Construyendo una vejez saludable
Frente al estereotipo de vejez como inutilidad, los torpes dedos del anciano cobran vida cuando la actividad realizada es significativa para su vida, cuando quiere vestir al nietecito: “¡Qué sorpresa la suya al verle abrochar el vestidito sin dificultad! Nadie sospecha cuánto ejercicio le ha costado por las noches. Sí, aun son capaces de aprender sus dedos; aún no se le han oxidado las coyunturas…” Siempre se puede aprender, siempre pueden surgir nuevas capacidades. El secreto (muchas veces lo olvidan las intervenciones institucionalizantes) es que tengan sentido para la persona.
Frente al estereotipo de vejez como retiro de la vida (“retirement”, llaman en inglés a la jubilación), el viejo revive cuando comprende que puede seguir aportando a los demás. Como decía Viktor Frankl, quizá no es tan importante qué espero de la vida, sino qué espera la vida de mí… Así por su nieto deja de fumar, y se arregla, y ahorra, y vive… Por su nuevo amigo el estudiante, sube al árbol y le enseña a podar. Le enseña porque sabe, eso estaba ahí en su cabeza, no está retirado… “Al viejo le reconforta ser útil”. ¿Y a quién no?
Frente al estereotipo del hombre maduro completado, el viejo sigue en proceso de desarrollo, asume nuevos intereses, roles y emociones. Se transforma (¿se descubre?) como alguien nuevo, más… ¿femenino? En este sentido, un asunto recurrente en el libro es la confusión por una reconsideración de roles que hace incluso tambalear su propia hombría. Su nuera tiene una carrera triunfante, mejor que la de su marido que, por otra parte, ¡se dedica a bañar a un bebé!… Se descubre, él tan hombre y mujeriego, sus propias “manos femeninas” cuidando de su nieto. “Es tan bonito achuchar ese cuerpecito contra uno (…) Me crece dentro algo blando, tierno, ya ves… Antes me reía de eso: ¡cosas de mujeres!…” Y cuando cuida de la Hortensia… “¡Qué hombre eres!”. Y él se espanta: “¿Cómo? ¿Eso es ser hombre?” “¿Acaso sus actuales tareas, haciendo tanto de niñero con botoncitos y pañales, pueden transformar a un hombre?”
Frente al estereotipo de la persona mayor como mero objeto de cuidados, el viejo demuestra que puede ser sujeto cuidador. Y gracias al amor (que no tiene edad) descubre el placer de cuidar al otro, como cuando lo hace con su querida Hortensia: “¿Por qué no lo habré hecho más, esto de cuidar así?… Y ¿cómo iba a saberlo yo, si nadie me lo enseñó, si me crié a puñetazos contra todo?”
Frente al estereotipo del lugar propio para la tercera edad, el viejo señala lo obvio: el lugar adecuado para cualquier persona (también la mayor) es aquél que favorece su autonomía y dignidad, y aquel donde una misma quiere estar. En el “club de animación para la tercera edad” se supone que pueden elegir sus actividades, tienen buenas instalaciones, etc… Pero es la nuera quien le ha llevado a esa autodenominada “Casa de la Alegría” y él no ríe. Tampoco es el lugar, es la gente: “¿Y todos son así? (…) Así de…, de viejos y eso”. ¿Quién decidió [por él] que esas personas le son afines?
Frente a la atención centrada en el puro servicio sanitario, la atención centrada en la persona que ofrece ese médico que comprende al viejo, que le da tiempo y confianza, que atiende compartiendo recuerdos y experiencias. Quizá lo hace porque adolece de la misma enfermedad que él, o porque sencillamente muestra humanidad.
Nuestras cosas. Nuestro hogar.
A lo largo de las páginas del libro se muestran las múltiples incomprensiones debidas a una mala comunicación. Los hijos “son todos iguales, viven su vida. Bueno, también yo la viví de joven”. Hay celos hacia la nuera, falta de empatía. El hijo en general tampoco le comprende, el viejo se lo calla todo… El entorno físico no ayuda: no es su casa, es la de su nuera. Las barreras psicológicas se construyen asimismo con una relación directiva por parte de los que con cariño (eso sí) creen querer ayudarle prohibiéndole aquéllo que sin embargo a él le llevan a su lugar de origen, a su mundo. En la casa falta libertad y empatía. Y sin embargo, fuera de ella, donde el viejo se siente verdaderamente libre, donde alguien le escucha (y él por tanto puede a su vez escuchar), y sobre todo entre iguales (Hortensia), la comunicación fluye, y se descubre (también se escucha a sí mismo), y siente, y da.
De la misma forma el viejo conserva, aunque sea a escondidas, sus cosas, las que permanecen: la manta, el queso… Esas cosas son su hogar. Un hogar que no es estático; así, la bufanda vieja la sustituye por una nueva (retiene la vieja, vacila… cuesta asumir el riesgo), sí, porque es regalo de la Hortensia, su nuevo proyecto, su amor…
La oportunidad
Frente un habitual desprecio por la memoria de las personas mayores (a menudo asumido por ellas mismas como chocheo), el viejo del libro muestra la alegría del que tiene un tesoro con potencial para ser compartido. No siempre, claro. Sólo cuando tiene la oportunidad. Así, es verdaderamente emocionante el capítulo en que las circunstancias facilitan al viejo que pueda hacer él la cena a su hijo… “Renato observa con más atención la cara de su padre: un fauno con sonrisa de gozador. ¿Qué le ocurre? ¡Cuánta vida en los ojillos rodeados de arrugas!” Las siguientes líneas son una verdadera comunión con el hijo, memoria compartida, diálogo sobre el anticipo de la muerte, un abrazo amoroso… A nuestro juicio sólo hay una explicación para un momento tan intenso, para tanta vida en el viejo: él mismo eligió y cocinó las migas, las suyas, las que le gustaban tanto a su hijo, y ha tenido la oportunidad de compartirlas con él. Lo demás viene por añadidura, es el resultado creativo de la participación.
La doble sonrisa
La Sonrisa Etrusca es un libro sobre el amor en sentido amplio, sobre la necesidad pero también la obligación (recién descubierta por Bruno) de darse al “Otro”. Mirando a otras personas el viejo se descubre y revive. Y sonríe.
Como en la pieza de terracota, la sonrisa sólo se justifica por el amor. La sonrisa necesita ser plural. La sonrisa compartida, como en la escultura etrusca, sea en pareja, o con amistades, mira además hacia adelante.